Van contra un gobierno que los mata de hambre para alimentar a la oligarquía reinante.
Sin trabajadores, sin proletarios, no hay revolución posible, por muy buhoneril y rentística que pueda ser una economía como la venezolana. En nombre de los explotados de las fábricas han levantado los grandes movimientos de liberación que permitieron no sólo cambios progresivos en las condiciones laborales y de vida de los obreros, sino modificar radicalmente las estructuras sociales y económicas, como ocurrió en la Rusia del siglo pasado.
Pero más allá de la mistificación del movimiento sindical como factor decisivo en los procesos revolucionarios o de sus presuntas bondades, cualquier intento de toma del poder sin participación popular (y el movimiento obrero se supone es vanguardia del pueblo) se reduce a un simple golpe militar, a un vulgar putsch, impulsado por una minoría armada, como ocurrió el 4F, cuando ni pueblo, ni lumpen, ni obreros aparecieron por ninguna parte para apoyar a los militares alzados.
No obstante el constante reclamo de su carácter “obrerista”, este gobierno nunca estuvo al lado de los trabajadores y ese alejamiento se ha mantenido, en una suerte de modus vivendi, gracias a la bien provista botija que alimentó el clientelismo durante los últimos años. Así, las empresas del Estado no sólo no dejaban de dar pérdidas, sino que las incrementaban, pero los petrodólares, gran lubricante de las tensiones sociales, garantizaban la paz laboral. En el ínterin se habló mucho y no se hizo nada para transferir la gerencia y manejo de las empresas a los trabajadores y el esquema patrón-obrero se mantuvo exactamente igual, con la diferencia de que el patrón, con la ola de estatizaciones, pasó a ser casi siempre el Estado.
Era de suponer que el Estado-patrón no sólo aplicaría modelos cogestionarios, sino que mejoraría las condiciones laborales y optimizaría la productividad. Pero no pasó nada de eso y ahora, en época de vacas flacas, con la mayoría de las empresas del Estado quebradas y una suma mucho mayor de cargas laborales, asumidas irresponsablemente, el gobierno se encuentra con el agua al cuello.
Las protestas, que ya se manifiestan en todo el país, no serían posibles si los obreros fueran los dueños de las fábricas, pero en realidad son y siguen siendo, proletarios a quienes ahora se les pretende achacar la culpa del despilfarro, la corrupción y la ineficacia, las mismas que impiden el pago de sus salarios caídos, el cumplimiento de los convenios colectivos, de los beneficios de los tercerizados y de los bonos por trabajar en hornos a mil grados centígrados. Se alzan los proletarios, verdaderos hacedores de revolución y lo hacen en reclamo de sus más justas aspiraciones. Se alzan como lo obreros de París, los de la Comuna, (que hasta ministerio tiene ahora) contra un gobierno que diciéndose de ellos pretende matarlos de hambre para seguir alimentando a la oligarquía reinante.
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